JAIME SALINAS , UN EDITOR EN BUSCA DE SÍ MISMO

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Jaime Salinas: el oficio de editor. Un conversación con Juan Cruz

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Notas ínfimas sobre un editor extraterritorial

Jaime Salinas

Jaime Salinas Bonmatí ( Argelia 1925-Islandia 2011) fue un escritor y editor español, hijo del poeta Pedro Salinas y de Margarita Bonmatí. De pequeño compartió el exilio familiar al que su padre se vio sometido por la dictadura franquista, residiendo en Estados Unidos. Las relaciones con su padre fueron siempre tensas. Durante la Segunda Guerra Mundial participó como voluntario en el cuerpo de ambulancias estadounidense.

De regreso en España trabajando para una empresa francesa de consultoría en la década de 1950, su encuentro con el editor y escritor Carlos Barral marcó su futuro. Comenzó a trabajar en la editorial Seix Barral, y fue el impulsor de los Premios Internacionales de Edición y el Premio Formentor para autores noveles. En la década de 1960 transformó Alianza, tras convencer a José Ortega Spottorno de reformar profundamente la distribuidora, convirtiéndola en una de las editoriales más importantes de España, gracias a las ediciones de libro de bolsillo. Años más tarde, en Alfaguara, dio otro giro importante a las estrategias editoriales al trabajar bajo la perspectiva de la adquisición de los derechos de publicación de todas o varias de las obras de un mismo autor.

Durante la década de 1980 fue director general del Libro y Bibliotecas siendo ministro de Cultura Javier Solana, en el primer gabinete de Felipe González.

Fuente: wikipedia

Presentación de «Oficio de editor» con Juan Cruz, Jesús Marchamalo,  Enric Sautéy Gudberbur Bergsoon
¡DEBATE CON NOSOTROS SOBRE LA FIGURA DE JAIME SALINAS!

*Reseña de David Lera Crespo

Jaime Salinas, un editor en busca de sí mismo

«En definitiva, escribir es dialogar consigo mismo; editar es dialogar con otros.»

Mario Muchnik, Banco de pruebas

Y ahí estaba El oficio de editor, entre libros varios de uno de los servicios de novedad del Grupo Santillana en noviembre pasado. La ele invertida, los tonos gris y morado en el lomo y la cubierta respectivamente, las letras blancas, con preferencia tipográfica por el nombre del autor, y, eso sí, sin la orla, uno de los elementos distintivos de cada libro dentro de la unidad en el diseño que creó Enric Satué. «Mira, como la Alfaguara clásica», fue el comentario admirativo y expresado por todos en la librería. En tiempos de apresuramiento, de incertidumbre para una edición en papel acosada por diversos frentes, las palabras de Jaime Salinas corroboraban su absoluta vigencia: «Quería que el libro de literatura fuera un objeto sobrio, digno, elegante y bonito» (p. 62).

Portadas de Alfaguara

Alfaguara, fundada por Jesús Huarte en 1964, conmemora sus cincuenta años este 2014. Como una especie de preámbulo a los actos que se están celebrando -entre ellos, la próxima publicación de un libro que refiere la historia de la editorial, a cargo de Jesús Marchamalo-, se publicó a finales del año pasado El oficio de editor, que recoge la transcripción de las conversaciones que mantuvieron Jaime Salinas y Juan Cruz, con la participación fundamental en todo el proceso de Ruth Toledano, en el otoño de 1996. El proyecto original fue un empeño de Mario Muchnik, entonces asociado con Anaya, que no pudo soslayar los inconvenientes. Salinas, inmerso en la escritura de sus memorias, no veía con buenos ojos la salida de otro libro que restara protagonismo al suyo, aparte de que sería inevitable un cierto solapamiento entre ambos, pues los asuntos tratados en buena parte eran los mismos. El veto frustraba la serie entorno a su profesión que Muchnik había iniciado con Giulio Einaudi, en diálogo con Severino Cesari. El propio editor fue actor principal a su pesar poco tiempo después cuando se produjo la ruptura sonada con el Grupo de Germán Sánchez Ruipérez. Sin la aquiescencia del interesado, con la desaparición de la empresa editora que lo iba a publicar y faltos del manuscrito, extraviado no se sabe bien cómo, los participantes asumieron el fin de una aventura que les había deparado satisfacciones ciertas. Quiso el azar, sin embargo, conceder una segunda oportunidad. A la muerte de Jaime Salinas, Juan Cruz expresó en su blog el lamento por la perdida de aquel manuscrito. Mariángeles Fernández, editora en Anaya & Mario Muchnik, le comunicó que ella guardaba una copia de la galeradas. Al fin, el público lector amigo de los entresijos del mundo editorial podría conocer la opinión, las reflexiones y ciertos aspectos de la vida de un hombre insigne que, con justicia, forma parte de la historia de la edición en español.

Juan Cruz y Jaime Salinas en El EscorialJaime Salinas nació en Maison-Carrée, Argelia, (1925) y murió en Islandia (2011). Entre medias, fue un niño muy feliz y como todo el que tuvo una infancia gratificante consideró ese territorio un paraíso perdido. En Travesías, sus memorias, es elocuente al respecto: «Lo Cruz y la villa de Maison-Carrée fueron los últimos puntos de referencia de un pasado dulce, lleno de cariño y de seguridad» (p. 67); «Sin Papa Vicente y Maman Mariane [sus abuelos maternos], nada sería como antes. Se habían llevado a la tumba mi mundo y a la familia Bonmatí» (p. 413). Tras el estallido de la Guerra Civil, su salida de España la vio como un juego porque aún persistía ese niño que paseaba por las calles de Madrid de la mano de sus Tatas, aquél que conocía la realidad convulsa a través de los cotilleos de las chicas del servicio -la Chon, la Honorina- en el cuarto de la plancha del piso de Príncipe de Vergara. Pronto los traslados y la penuria y la soledad le mostraron la acritud del exilio. La vida se convirtió en un camino plagado de confusión. Abrumado por la fama de su padre, el poeta Pedro Salinas, añoraba el anonimato. Renegó de su pasado, de la lengua y la cultura españolas, y buscó un nuevo yo, una nueva identidad, pero el presente se tradujo en un devenir errabundo, con propósitos que nacían muertos ya en su propia enunciación. Sólo así se puede entender sus continuos fracasos académicos y laborales, su alistamiento en el American Field Service para tomar parte en la Segunda Guerra Mundial y su tardía licenciatura en la Universidad Johns Hopkins. La sensación de extrañamiento nunca lo abandonaba. Este pasaje de Travesías, justo antes de marcharse de Estados Unidos para siempre, da idea de su sentir:

«Estaba a punto de romper con diecisiete años de vida americana en los que había hecho mis primeros amigos y había convertido su idioma en mi primera lengua. En América había descubierto mis preferencias sexuales y allí se había disgregado mi familia española. Lo quisiera o no, si algo era, era americano, un americano que hablaba francés como un nativo, pero que era incapaz de escribir una sola frase en esa lengua, y un americano que hablaba español como si fuera una lengua extranjera» (p. 497).

Regresó a Europa como un apátrida. Su destino era París, animado a completar unos estudios en cinematografía. Como otras muchas iniciativas anteriores, ésta tampoco cuajo. Quien sentía una posible vuelta a España como una claudicación mientras viviera Franco; quien demostraba afinidad con una Europa cuya frontera marcaba en los Pirineos acabó dando este paso prohibido con la añagaza para sí mismo de que era un turista de visita a su familia. «Era un extranjero camino del extranjero» (p. 510), pero la estancia temporal se convirtió en permanente.

El oficio de editor está dividido en dos partes. “El otro Salinas”(la segunda parte) trata alguno de estos episodios anteriores a 1955, año de su establecimiento definitivo en España. Pero lo hace sin el suficiente detenimiento, quizás debido a las restricciones impuestas por Salinas. Temo que quien no haya leído Travesías no alcance una total comprensión de un personaje tan complejo. Su sentimiento de no pertenencia, sus problemas identitarios, el exilio considerado como una especie de patria… revelan todo su significado a luz de un conocimiento más profundo de sus orígenes. En respuestas del máximo interés, Salinas fija cómo debemos descifrar su biografía. «Las memorias son un modo, a veces peregrino, de hacer eterno y abierto lo íntimo» (p. 237) y en ellas inventa, novela en función del contexto y las necesidades. El ejercicio del recuerdo despeja su pasado, le ofrece claves para entenderse a sí mismo.

La primera parte retrata al editor. Y como sus memorias ponen el punto final en el año de su llegada a España, estas páginas constituyen casi la única fuente donde Jaime Salinas cuenta sus experiencias ligadas al mundo editorial. Recibió su bautismo en Seix Barral, a la vera del mítico Carlos Barral. En 1966, confundó Alianza junto a José Ortega Spottorno y Javier Pradera. Más tarde, en 1975, comenzó su vuelo en solitario cuando aceptó la misión de relanzar Alfaguara, cargo en el que permaneció hasta 1982. Desde entonces y hasta 1985 ocupó la Dirección General del Libro y Bibliotecas. Su breve interludio político le descabalgó de su puesto en la editorial. A su regreso, en un ambiente enrarecido, decidió dejar las cosas como estaban y pasó a dirigir Aguilar. Fueron sus años finales, pues problemas de salud le llevaron a la retirada en 1990; una jubilación no exenta de amargura por el ostracismo al que se vio condenado.

Su comienzo en la actividad editorial fue inesperada. Nunca había evidenciado una preferencia en este sentido. Su relación con los libros hasta entonces había sido distante. Baste recordar que no conocía la obra de su padre; la leerá tarde y mostrará reticencias a la hora de emitir un juicio que vaya más allá del me gusta. Sin embargo, la profesión de editor rescató a una persona huidiza, confusa, inhábil con las incógnitas que plantea toda vida.

Pero si la importancia de la catarsis personal está fuera de duda, queda preguntarse qué significación tuvo el editor Jaime Salinas. Ya he mencionado las editoriales donde trabajó, todas prestigiosas. Podría enumerar autores que publicó: Michael Ende, Juan García Hortelano, William Faulkner, Günter Grass… No sería superfluo citar personas con las que compartió tarea: Carlos Barral, Javier Pradera, Daniel Gil, Enric Satué… Este esbozo de listas, cuyos nombres y más puntean preguntas y respuestas de este libro, es un aval justo, pero se queda corto ante el alcance de una conversación que desvela enseñanzas anidadas en el ayer y, desde la perspectiva de los lectores actuales, golpea por su clarividencia.

Los editores Einaudi y Janés tuvieron un claro ascendiente sobre él. Del italiano tomó sus comités de lectura. Salinas se sentía a gusto como coordinador de grupos. Prefería conocer bien las virtudes y defectos de las personas sobre las que delegaba funciones a una forma de dirigir demasiado personalista. De Janés, «que fue el único con el que me habría gustado identificarme» (p. 64), heredó la inquietud por la publicación de obras literarias de calidad presentadas del mejor modo posible.

Juan Cruz, Jaime Salinas y Mario BenedettiEl libro abunda en máximas que se tornan consejos casi indiscutibles acerca de la labor de edición. Enfatiza, por ejemplo, los peligros de publicar sólo los libros que gustan al editor. Advierte a éste sobre el aspecto nocivo de la literatura política. Los criterios extraliterarios no sirven de contrapeso si el texto es mediocre. La única ideología del editor debe ser su catálogo, el cual «debe mantener vivo el pasado e ir descubriendo futuros» (p. 71). En rigor, la coherencia facilita el reconocimiento por parte del lector.

Aunque dentro de las cualidades de El oficio de editor no es la menos pequeña la identificación de problemas en ciernes. Con la ventaja que da el paso de los años, uno confirma la exactitud de los juicios. Salinas se queja de la falta de rumbo de la industria editorial y pone como ejemplo la ingente cantidad de novedades que se publican. Se entra así en un círculo vicioso que se distingue por la difícil absorción de tal número de ejemplares, con almacenes saturados y librerías desbordadas. La rotación inevitable sigue criterios arbitrarios de discriminación; los libros pasan sin remedio, muchos de ellos casi anónimos; las ventas, a la larga, se concentran en pocas obras; los títulos apenas habitan los catálogos.

La expansión de Internet y el desarrollo del libro electrónico configuran un panorama presente difícil para librerías, editores y crítica literaria. La discusión cobra fuerza respecto a estos intermediarios tradicionales: ¿qué papel deberán jugar? ¿Serán capaces de adaptarse a un sistema guiado por reglas diferentes? Incluso yendo un poco más allá: ¿Son necesarios? En el libro, Jaime Salinas alerta sobre la perdida de atribuciones del editor. Bien es verdad que en 1996 la autoedición no vivía el auge actual y la Red estaba en mantillas. Él sitúa el foco en la relación entre autor y editor, y cómo la presencia creciente de los agentes literarios la distorsiona. Los suplementos literarios le decepcionan. Le molesta la falta de una crítica menos acomodaticia ¿Es justa la extrapolación de sus opiniones concretas sobre la intermediación a un marco temporal distinto, a otros objetos de análisis? Creo que sí. Ahora como entonces, necesitamos orientación, pero una orientación fiable y desde el permiso, que sugiera y no imponga caminos.

En el prefacio de 1998, Juan Cruz define a Jaime Salinas como un «editor fin de serie». Javier Marías, en su postfacio, escribe que «no es que sea de otra época, sino que la suya empezó y acabó con él» (p. 270). Unas afirmaciones hechas a partir del trato personal y profesional, pero, quizás, demasiado categóricas. Vive nuestro mundo del libro una encrucijada donde se mezclan los errores intrínsecos con las consecuencias negativas de la crisis económica. Y la predisposición a un sentimiento que ve sólo tiempos mejores en el pasado no es muy reprochable en una época incierta. Sin embargo, existen ejemplos de editores entre nosotros cuyo trabajo sí logra resultados acordes a los modos defendidos por Salinas, un editor con mayúsculas sin necesidad de alabanzas desmedidas.

En fin, Jaime Salinas fue un hombre de mundo que consumió parte de su juventud desentrañando su propio enigma. La profesión de editor, como un anclaje insospechado, dotó de sentido una vida peculiar. El oficio de editor es su diálogo con Juan Cruz y, por fortuna, con otros, es decir, los lectores. Aprovechemos este magisterio felizmente exhumado.

 

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